Menos de un minuto de proyección le bastan a la directora Debra Granik para pintar con precisión el sórdido ambiente por el que va a transitar su heroína. Esa miserable casa en una desvencijada granja de Missouri, en cuyo patio juegan con lo que tienen a mano los hermanitos de la protagonista, sólo puede cobijar una historia oscura y triste. Lo que sigue justifica plenamente esa primera impresión, y deja en claro que a la hora de narrar, la directora cuenta con recursos más que satisfactorios. Granik imprime un ritmo deliberadamente lento a su película, pero administra el relato con gran sensibilidad, de manera que captura la atención del espectador desde el comienzo hasta el fin. Y lo hace sin apelar a persecuciones espectaculares ni a efectos especiales sorprendentes; la tensión de la narración transcurre por otros carriles, y termina por configurar una suerte de thriller de gran dramatismo.
Ree (una admirable composición de Jennifer Lawrence, candidata al Oscar) comienza un desesperante (y desesperanzado) viaje por una comunidad cerrada y hostil, que se vuelve impenetrable cuando la jovencita revela que está buscando a su padre. Con distintos niveles de violencia (generalmente ejercida por mujeres tanto o más duras y despiadadas que sus maridos) le advierten que es mejor no preguntar demasiado, porque sería muy peligroso para ella obtener alguna respuesta acerca del paradero de su padre.
Pero el verdadero valor de la propuesta no reside en descubrir por qué esa revelación puede ser peligrosa para Ree, sino en la posibilidad de asistir a la evolución de la protagonista a lo largo de su odisea. La presencia del tío de la chica (notable trabajo de John Hawkes, también postulado a una estatuilla) será decisiva en ese doloroso trance. Los otros protagonistas del filme son la ambientación, de notable realismo, y la fotografía, capaz de transmitir a través de imágenes cautivadoras toda la crudeza y la hostilidad de un paisaje helado y extrañamente bello.